Sé que el título del post puede sonar incorrecto en estas épocas de pandemia e incertidumbre económica, pero siento que son estos momentos tan adversos los que nos hacen valorar muchas cosas que dábamos por sentado.

Para mí, quejarme es una suerte de desahogo, me acostumbré a hacerlo de tal forma que hoy me cuesta cambiarlo. Ahora pienso: ¿cuántas veces me quejé por boludeces como hacer fila en un cajero automático?, ¿por esperar en un restaurant a que traigan la comida?, ¿y las veces que me quejé porque internet funcionaba lento?.

Louis C.K. hizo esta observación hace unos años y creo que vale la pena recordarlo:

Todo es maravilloso, pero nadie está feliz.

Creo que en cierta forma, al igual que le pasa a muchas personas, yo me acostumbré a la comodidad de la vida moderna: donde puedo pulsar un botón en la computadora y ver comedia gratis, girar una perilla y tener agua caliente e instantánea para tomar una ducha, pulsar un botón para encender el aire acondicionado y regular la temperatura de la habitación como en una película de ciencia ficción, o incluso hacer compras desde la computadora, ¡y recibir el producto en la puerta de mi casa!.

Sin embargo, suelo quejarme porque las cosas siempre podrían ser mejor y me olvido de las cosas que podrían ir peor.

Siempre supe que el mundo no me debe nada, pero recién este año empecé a darme cuenta de que tengo que intentar ser más consciente de lo afortunados que somos antes de empezar a quejarme de algo.

Tengo salud, un laburo que me gusta y hasta la compañía de personas buenas e inteligentes de las que puedo aprender un montón. No tengo derecho a quejarme y desatender estos privilegios.